No soy ningún loco, o eso me digo a mí mismo. Acepto las rotaciones como una necesidad no solo inevitable sino necesaria para que el destino de un equipo llegue a buen puerto. Es innegable que una temporada de 82 partidos, con cientos de viajes en avión (algunos de varias horas) y sin apenas días de descanso, exigen a los grandes equipos administrar los minutos de sus estrellas con mimo y cabeza. Pero todo tiene un límite.
Sirva para probar mi amor por la rotación que defendí en su día que Greg Popovich sacase a cinco suplentes en pleno horario primetime con multón de la NBA de por medio. Entiéndase como fervor al barbecho baloncestístico mi feroz crítica a mi amado Thibodeau por dejar a Derrick Rose en los minutos de la basura de un primer encuentro de primera ronda de Playoffs ante Atlanta. Tras un mal gesto en una entrada a canasta nunca volvió a ser el mismo.
Observan con atino nuestros compañeros de Nbamaniacs que «Anotar 60 puntos en menos de 30 minutos es algo tan complicado que no se había logrado nunca en la historia de la NBA. Lo repetimos por si acaso. Anotar 60 puntos en menos de 30 minutos es algo tan complicado que no se había logrado nunca en la historia de la NBA».
El nivel de la cuestión es de tal calado que el promedio de puntos por minutos jugados era aún mejor que el de Wilt Chamberlain en la noche que consiguió 100 puntos en 48 minutos (a los 29 minutos llevaba . Kobe Bryant tardó cuatro minutos más que el de los Warriors en anotar 60 puntos en la noche que llegó a 81.
Entonces llegó Steve Kerr y le sentó en el banquillo. Todo el último cuarto. La realidad es que el partido estaba acabado hace tiempo y no quedaba nada que ver. Nada, eso sí, si pasamos por alto la posibilidad de ver a alguien hacer historia en la mejor liga del mundo. Que nadie se confunda. Dudo horrores que Thompson hubiese sido capaz de meter otros 40 puntos. Pero estaba ardiendo y en la mejor racha de su vida. Todo su equipo trabajaba para él, incluidos Curry y Durant, candidatos a MVP y machos alfa por excelencia del conjunto.
Entiendo la precaución aconsejada por sabios médicos. Pero esta era una ocasión especial. Habría que preguntarle a cualquier jugador de la NBA si firmaría lesionarse intentando superar el récord de anotación de la NBA. Si un entrenador no viese rúbrica inmediata del pacto tendría que sugerirle al individuo en cuestión que buscase otro equipo u otra profesión.
La cuestión bien podría planteársela el propio Kerr mirándose al espejo. No es un pecado capital ni debe pasar la noche en el calabozo. Pero sentó a Klay en la mejor noche de su vida y nos ha dejado un amargo sabor a duda en el aire. Nunca tendremos la respuesta a la cuestión: ¿Lo habría conseguido? Vivimos en una época de exceso de mimos al jugador, de relajación ante la figura de un partido de temporada regular que por momentos se convierte en un esputo en la cara del fan medio que paga religiosamente su abono de temporada, o del que lucha en España contra las inclemencias de la madrugada para aguantar.
Kerr no era así antes. Como comentarista pedía espectáculo y pasión. La misma con la que ha cocinado la receta del estilo de la que pueda a llegar a ser la mejor franquicia de la liga desde los Bulls de Jordan. Aquella en la jugó el propio Steve. Aquel mágico sueño en el que vio brillar con sus propios ojos a Su Majestad en pleno ataque de gripe en las Finales de la NBA ante los Jazz. Ganaron, claro.