Lo mejor de Sweet Hoops
Para los locos y algún que otro cuerdo
Si fuiste niño o joven en los noventa e incluso más aún en los ochenta, tuviste la fortuna de ver jugar a los que ahora llaman los mejores.
En estos días que pasa de todo pero no lo que tiene que ocurrir, que es que el balón bote de mano en mano, pase de unas a otras mediante empujones, agarrones, abrazos a veces. Todo para tratar y por otro lado evitar, como si no existiese nada más en el mundo, que ese balón no acaricie el aro para después besar la red.
Traspasos, agentes libres, decisiones del Rey, draft. Todo está muy bien pero no llena al corazón de la misma forma que ese padre de familia afectado por el colesterol que tiene que comerse un triste puerro mientras sus hijos se inflan a costillas.
No es justo. Deberíamos vivir colmados de placeres pero estamos más acostumbrados a las frustraciones, que por otro lado son las que dotan significado al placer. Este pensamiento que no lleva a nada y en el que posiblemente ya os habréis perdido al leer se conoce en el mundo del deporte como la pretemporada.
Pero la época de sequía es buena para recordar cómo sabía el agua (aunque científicamente sea insabora), cómo te agradaba beber de ella y a veces ni la tenías en cuenta. Pero te da vida. Y eso es esencia el baloncesto para nosotros. Llámame superfluo, vacío, materialista. Yo trataré de comentarte de qué va esta vaina.
Los inicios
El baloncesto empieza cuando coges un balón de pequeño, notas su textura agradable y botas porque te obliga tu profesor de educación física -si no ya le podían dar a lo de ir botando- y tiras a canasta. El balón asciende apenas medio metro y consigues el primer air ball de tu vida. No puedes decir mierda porque tus padres te lo tienen prohibido, pero lo piensas.
El caso es que de algún modo quieres volver a probar. ¿No puede ser tan difícil verdad? Esta vez tiras con todas tus fuerzas y tras tocar el aro y que te rebote en la cara en pleno invierno piensas feliz “he llegado a la canasta”. En esas tu primo se apiada y te enseña el conocido como ‘tiro a cucharón’ y consigues tu primera canasta. Tu familiar te relaja el ánimo avisándote que así no se puede tirar.
Piensas, «qué idiotez», voy a tirar así siempre. Y meses después te tirarás de los pelos con Jorgito porque no supo asimilar que así no se tira. No se hace así, pero así se empieza.
Aprendiendo de los mejores
El progreso de tu nivel de baloncesto depende mucho de tu entorno y profesores, pero más de tus cualidades. Con tiempo te moverás como la seda, taponarás cual Mutombo o te colgarás a lo Spudd Webb. O serás malo y tratarás de estorbar lo menos posible y ser uno de esos “jugadores con corazón”. Es mi caso.
Si fuiste niño o joven en los noventa e incluso más aún en los ochenta, tuviste la fortuna de ver jugar a los que ahora llaman los mejores. Michael Jordan me hechizó como nadie lo ha conseguido en mi vida. Su porte, su atletismo. Él estaba por encima de todo y todos y lo sabían. Cada vez que lo veía volar pensaba en él como un extraterreste, a lo que Space Jam me dio la razón poco después.
Me encantaba el Cartero y su compañero John Stockon, con una de las camisetas más feas que ha dado la NBA. Siempre los elegía en la Nintendo 64 (me llevó un tiempo admitir que la Play era mejor).
Me encantaba Barkley, amaba a Shaq. Se me atragantaba Kobe y por eso me alegré de que Superman ganase el anillo con Wade en Miami. He pasado de detestar a admirar profundamente a LeBron James. Soñé con que Pau Gasol hiciese lo que ha conseguido y perdí la cuenta de los españoles que cruzaron el charco, como nunca hubiese podido imaginar.
Desconfié de los Celtics, me volví a alegrar de que ganasen los Lakers por Pau. Alucino cada día con Durant y sueño que vuelvan los Supersonics. Casi lloro cuando el mejor Rose se rompió delante de todos pero no he dejado de estar orgulloso de mis Bulls desde entonces. He tenido que aceptar lo buenos que son los Spurs. No es coña, he visto jugar a Iverson.
El arte de soñar
No te engaño, tengo el poder de vivir lo que no vi. Puedo sentir cómo me emociono y aplaudo sin parar al ver entrar en la cancha a Magic en el All-Star de 1992. Puedo sentir cómo me faltan las palabras al ver a Larry celebrar su título de triples antes de que el balón entrase.
Imagino a Bill Russell comandar a sus compañeros con la fuerza con la que aún entrega los premios a los campeones. Puedo imaginar una danza a muerte entre Jerry West y ‘Pistol’ Pete Maravich. Daría lo que fuese por haber visto en directo a Oscar Robertson, ya sea en la universidad de Cincinnati o en Milwaukee. Adoro los bases altos.
Es difícil explicar cómo es esto para una persona que ve partidos con seis horas u ocho de diferencia. Que ha pasado noches en vela literalmente para luego ir a la universidad. Que se ha dado la oportunidad de darle un voto de confianza a un partido con 20 de diferencia a las tres de la madrugada para disfrutar de un final apretado que al final llegó. Montes lo hacía fácil, Daimiel lo hace delicioso.
No puedes explicar la magia, que tu corazón lata a dos mil pulsaciones cuando ves la bola en el aire. La decepción del fallo. La locura del acierto. Saltar como loco de alegría, -tu madre tomando su primer café en la cocina- mientras bañan a tu jugador favorito en champagne.
Ahora que surgen nuevas obligaciones los excesos son menos, las pericias para verlo en diferido sin enterarse del resultado más arduas que nunca, y las noches sin dormir para trabajar al día siguiente cada vez más duras de llevar. Pero nunca me van a cambiar, porque yo soy un romántico de esto. Y a ti lector, estoy seguro que a ti tampoco.